OCTUBRE MONUMENTAL (cuento breve) Autor: Emir Seguel

Octubre Monumental (1986)



Emir Seguel 


OCTUBRE MONUMENTAL (cuento breve) Autor: Emir Seguel




Una vez más falté a la escuela. La ocasión me obligaba a empezar a moverme desde muy temprano para estar presente en el monumental, como sea.
Atrás habían quedado 120 minutos para el infarto en los que logramos limpiar nada menos que al campeón de América, el bravo Argentinos Juniors de Borghi y compañía.
Tras sacar una corajuda ventaja en Cali con goles del Búfalo y El Gran Beto estábamos frente a la posibilidad de torcer nuestra historia negativa en cuanto a títulos internacionales, mi sueño de ver al Beto Alonso levantando la libertadores estaba cerca, ya me podía morir tranquilo, si, a pesar de mis once añitos.
Lo lógico hubiera sido ir a la cancha con mi viejo, que tenía carnet de socio (en esa época los menores entrábamos gratis acompañados de un mayor) pero yo prefería ir por las mías para enredarme entre trapos y bombos de la barra que lideraba un tal Matute y alentar a River desde el corazón de la Almirante Brown alta.
En San Telmo, barrio en el que vivía, había un personaje apodado Tito que siempre andaba vestido con ropa de entrenador y nos prometía a los pibes que nos llevaría a probarnos a algún club, cosa que nunca sucedía. 
Luciendo orgulloso mi camiseta de River con el escudo del león adelante, el 10 en la espalda y un buzo con capucha y cierre atado a la cintura la tarde del miércoles 29 de Octubre me halló en la parada del 29 esperando el colectivo que me llevara al monumental, todos los bondis venían atestados de hinchas de River y pasaban de largo, todo era blanco, todo era rojo, salvo el cielo encapotado que andaba con ganas de llorar.
¡Emir!-retumbó el llamado en plena calle Defensa.
Rápidamente divisé desde donde venía esa voz y descubrí a Tito, el chanta estaba en un taxi.
-¡Subí, vamos a la cancha!-gritó.
El cielo relampagueaba, el prontuario embustero de Tito me hizo dudar unos segundos, de todas formas no había nada que perder y subí al taxi, que salió a Av. Paseo Colón como relámpago por tierra.
-¿Tenés entradas?-pregunté incrédulo.
-Sí, quedate tranquilo pibe.-respondió Tito, siempre envuelto en su buzo de pseudo D.T.
Al llegar a Retiro, más precisamente en la puerta del Sheraton Hotel el taxi se detuvo.
-Bajá pibe -dijo Tito.
-¿Qué hacés? ¿Por qué bajamos acá?-pregunté.
-Bajá, ahora te explico.-respondió y potenció al máximo mi desconfianza.
Bajamos del taxi, Tito pagó el viaje y quedamos parados frente a la entrada principal del Sheraton.
-Vamos, ponete el buzo y apurate que Roberto me está esperando.-dijo Tito cancheramente.
-¿Qué Roberto?-pregunté, mientras por el rabillo de un ojo espié las agujas del reloj de la torre de los ingleses que marcaban las 18: 40 hs.
-Roberto Cabañas.-Respondió acelerando el paso rumbo al interior del Sheraton.
A esa altura ya no quería preguntar más nada
-Si en quince minutos esto no se resuelve me rajo para el monumental.-me dije interiormente y me puse el buzo.
Al llegar al hall del Hotel mis ojos se toparon con una plaga roja que llenaba el espacio. La melena rubia del Flaco Gareca fue el primer detalle que me hizo confirmar que estaba frente al "Enemigo", sí, eran los jugadores del América de Cali.
Tito tenía el pecho más inflado que nunca y tras cartón en medio de la plaga roja descubrió a quien tenía que descubrir. Alzó una mano y la agitó como quien saluda a un hermano. Y Roberto Cabañas, el fácilmente odiable, el hiper Anti River Plate, Roberto Cabañas, al ver a Tito se desprendió de la plaga roja y vino en dirección nuestra para estrecharse en un sentido abrazo con mi en ése momento "Querido Tito".
Aproveché el instante en el que se encontraban aunados en el abrazo para escabullirme por ahí y evitar tener que estrecharle la mano a Cabañas.
Lo que me pasaba por el cuerpo en ese instante era extremadamente ambiguo.
-¿Qué hago acá?-me preguntaba una y otra vez.
Camuflado, desde un rincón vi que Cabañas le dio dos plateas a Tito y se retiró.
Volví a Tito, que tenía las plateas en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
-Vamos.-le dije.
-Pará pibe.-respondió.
-Si ya tenemos las entradas, vamos que se hace tarde.
-Pará que Roberto va a pedir que nos dejen viajar con ellos en el micro.
-No, vamos, tomamos el 130, o el tren.
Mientras la plaga roja emprendía su retirada del hall camino a la playa del estacionamiento del hotel, Cabañas desde lejos le hizo un gesto con un pulgar arriba a Tito.
-Vamos al micro.-dijo Tito, que a esa altura era Gardel, Le Pera, y Razzano.
Demasiado tarde era para desembarcarme de ese rollo, ya estaba jugado, mi corazón acelerado me decía Pumpido, Gordillo, Gutierrez, Ruggeri, Montenegro, Enrique, Gallego, Alonso, Alfaro, Alzamendi, Funes y mis ojos confundidos veían Falcioni, Valencia, Luna, Espinosa, Porras, Aquino, Ischia, Cabañas, Battaglia, Gareca, Willington Ortíz y bigotudos señores trajeados con aires de narcos que formaban parte de la delegación.
Una veintena de móviles policiales rodeaban al micro, un señor de bigote hizo un gesto y la delegación completa arribó al coche que partiría hacia EL MONUMENTAL. Los últimos en subir fuimos Tito y yo.
Una vez en el micro las luces bajaron su intensidad hasta dejarnos iluminados por tenues hilos rojos que vertían los foquitos del techo del transporte.
-Por favor cierren las cortinas.-dijo un hombre de bigotes, y todos los pasajeros obedecieron la orden cubriendo las ventanillas, incluso yo.
La espalda de Tito era tan ancha que parecía no entrar en un asiento, mi desconcierto tan grande que el asiento le quedaba inmenso a mi cuerpo comprimido y casi oculto que viajaba justo atrás de Ricardo Gareca.
-Este hijo de puta nos puede llegar a cagar la copa y yo lo tengo acá adelante, ojalá que te expulsen.-desee entre tantas sensaciones extrañas; y mientras el micro en absoluto silencio sepulcral dejaba atrás Retiro para inyectarse en zona portuaria en la ya noche de aquél histórico miércoles Riverplatense bajé el cierre de mi buzo, besé mi camiseta, y lo volví a subir.
El silencio tuvo su fin una vez que el micro llegó a La Lugones y el rugir infernal que brotaba del Monumental colmaba el aire, teñía el cielo de blanco y rojo, removía la tierra, unía voces de miles y miles de gargantas y corazones que estaban dentro y fuera del estadio, cerca y lejos del planeta.
Corrí la cortina y por la ventana vi que el micro estaba cruzando el portón de Av. Udaondo bajo una tormenta copiosa y siempre escoltado por patrulleros. Apenas el vehículo entró al playón del club se escuchó un poderoso estallido en el techo, luego otro y otro más.
El micro estacionó pegado al anillo del Monumental, bien cerca de la zona de vestuarios.
El ¡Sooooooooy de River! parecía tirarle el mundo encima al micro del América de Cali.
Continuaba lloviendo, agua y piedras, palos y botellas.
¿Qué hago con estos?.-me pregunté, y me paré para observar que estaba pasando en la puerta delantera del micro.
Y ahí estaban los hombres de bigote comandando el arribo de los jugadores con escudos de la policía en sus manos para cubrirlos de los proyectiles.
Los jugadores fueron bajando del micro uno a uno, Tito y yo fuimos los últimos en hacerlo, y una vez que pisamos el playón corrimos como el resto de la delegación hacia el interior del anillo del Monumental que faltando dos horas para que comience la final parecía venirse abajo.
-Vamos al vestuario.-dijo Tito, ya en el interior del anillo.
-No, andá vos, yo subo a la tribuna.-respondí.
-Tomá.-dijo Tito, me pasó las dos entradas, las tomé, las guardé en el bolsillo de mi jean, me saqué el buzo, salí corriendo del anillo y al llegar a la entrada de la escalera de caracol que me conducía a la San Martín alta descubrí que no había controles. Subí corriendo las escaleras que se movían por el cimbrar de los cuerpos...
El que no salta es un bostero/
el que no salta es un bostero
Retumbaba en la atmósfera festiva y apocalíptica de la lluviosa noche a orillas del Río de La Plata, que contemplaba todo con total privilegio desde el fondo, bajo fondo.
Al pisar el último peldaño de la escalera de caracol me encontré con una de las bocas de acceso a la San Martín alta desbordada de gente, intenté husmear solo para ver cómo estaba el estadio pero era imposible. Conocía como la palma de mi mano los recovecos del Monumental, mi fin era entrar a la popular y allá fui.
Tras saltar una reja caminé por el pasillo, bajo la tribuna popular Almirante Brown, donde los bombos en negras emergían a la par de los cánticos, que comenzaban con un tenue murmullo tribal que iba creciendo poco a poco hasta encenderse y convertirse en el canto de todo el Monumental.
Mi ilusión de ver a River Campeón de América desde el riñón de la barra se diluyó tras varios intentos por infiltrarme a la tribuna. Entrar ahí era imposible, literalmente no cabía un alfiler.
Deserté con todo el dolor del alma entrar a la popular, caminé pensando que hacer y arrojé las dos entradas donadas por Roberto Cabañas a la Av. Udaondo, en la cual algún o algunos de los tantos hinchas que circulaban por allí habrá recibido como un regalo caído del cielo.
Salté nuevamente la reja y regresé a la San Martín alta, llegué a una de las bocas de acceso y decididamente comencé a infiltrarme a la platea como un gusano entre los cuerpos mojados que colmaban el sector, de pronto se produjo una avalancha y quedé con medio cuerpo adentro y medio afuera, por entremedio de brazos, paraguas y una cortina incesante de agua logré ver parte del césped que lucía aún más verde por el riego de la lluvia.
Luego de permanecer unos minutos logré acomodarme mejor y pude ver el Monumental en todo su esplendor. No existía claro alguno por donde sea que mirara, cada vez que el estadio entero se ponía de acuerdo entonando una misma canción los cimientos del Monumental estremecían sus músculos y parecían quebrarse. Una silbatina ensordecedora surgió de los cuatro costados cuando el plantel del América de Cali ingresó al campo de juego para hacer el reconocimiento, entre la plaga roja que caminaba por el verde del Monumental estaba Tito con su inconfundible buzo de D.T.
Faltaba una hora y media aproximadamente para el comienzo del partido, la lluvia no cesaba, bajo el tablero electrónico la Almirante Brown alta lucía colmada de trapos de todos los clubes de Argentina, banderas propias y trofeos de guerra decoraban la tribuna que sostenía en sus paravalanchas todo el peso de Los Borrachos del Tablón.
River salió a la cancha recibido por una lluvia blanca de papeles que caían desde las tribunas, a esa altura yo estaba empapado, las lágrimas que descendían del cielo le agregaban, por si faltara, más romanticismo a la historia.
-¡Emir! ¡Emir! -escuché de repente, intenté buscar desde donde venía esa voz potente y familiar.
-¡Acá! ¡Acá!-retumbó nuevamente la voz, que ya la había reconocido.
Cuando logré desenmarañarme de los cuerpos que me rodeaban fui en busca de él, que se encontraba un par de escalones más arriba. Forcejeando llegué a quien me había tatuado en el alma desde la cuna un sentimiento inexplicable llamado River.
-¡Papá!-le dije, mientras él con la portátil pegada a un oído intentaba escuchar el relato del Gordo Muñoz.
-¿Dónde estabas hijo?-preguntó, y mi respuesta fue no decir nada, fue abrazarme a él y recordar durante los segundos que duró el abrazo aquellas tardes en las que con tres años de vida mi viejo me llevaba al Monumental, más precisamente a la platea San Martín alta, más precisamente al mismo lugar donde estábamos por empezar a vivir la final. Entre tantas imágenes se me vino una que solía repetirse cada domingo que jugamos de local en la que un enanito llevaba a su padre hasta el último escalón de la tribuna, desde donde veíamos a los jugadores chiquitos, bien chiquitos...
Y la final empezó, había tensión y ansiedad en el estadio, el equipo estaba un poco nervioso al comienzo pero se fue acomodando, en el arco que defendía Falcioni, a espaldas de Figueroa Alcorta tuvimos un par de ocasiones de gol, Montenegro y Gareca se fueron expulsados, recordé mis deseos hacia el Flaco que viajó delante mío en el micro.
En el segundo tiempo con River atacando hacia el arco del Río de La Plata Funes sacudió el palo izquierdo de Falcioni con un tremendo derechazo, A los 28 El Negro Enrique arrojándose al piso en la mitad de cancha robó una pelota y se la tiró al Búfalo Funes, quien la aguantó ante dos defensores, giró y la clavó de zurda allá abajo, junto al palo izquierdo de Falcioni. Se venía el mundo abajo. Ya no se entendía si era lluvia o era llanto que caía por nuestras mejillas y nos ponía la piel de gallina ver a esos leones del Bambino Veira destilar fútbol, alma y corazón dentro de la cancha. Y la final terminó, y River Plate ya era el nuevo Campeón de América. Enredados en abrazos con mi viejo y extraños entre los que se hallaba gente grande, de setenta, ochenta años, muchos que habían sufrido con las finales perdidas del 66 con Peñarol y el 76 con Cruzeiro estaban gozando el júbilo de ver al Tolo Gallego alzar la tan ansiada libertadores.
Y mi sueño, si, mi sueño estaba por cumplirse, y se cumplió. Con los ojitos irritados contemplé el instante mágico en el que un tal Beto Alonso llevado en andas alzó la copa con su camiseta casi desteñida por el amor, el sudor, las lágrimas, el fútbol, el potrero, al mística, los caños, taquitos, sombreros, galera y bastón. Con el rostro empapado, en sus manos la copa era más linda, tan linda que hasta el espectro del feo Angelito Labruna flotaba en la noche del miércoles 29 de Octubre de 1986.
Un tal Beto Alonso con el alma blanca y una banda de sangre atravesándole el pecho alzó la libertadores en sus manos, el Monumental se movía, ya me podía morir tranquilo, demás estará la vida.

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