EL DEMANDANTE (cuento)



Emir Seguel 








Hay mucho de siniestro por aquí, la esquina está repleta de caras extrañas, el cielo pasa de encapotado a oscuro, cada vez más oscuro.
Las piernas de un Papá Noel de cotillón cuelgan de la baranda de un balcón hacia la calle, la otra mitad de su cuerpo se desploma en el comedor de un departamento antiguo de la zona, su posición es perfectamente comparable a la de un experto escruchante en plena actividad, visitando el hogar de su victima de turno.
La atención de cada transeúnte es presa por unos segundos del muñeco navideño.
El Demandante colaboró con algunas monedas para el asado que organizan los borrachos de la esquina, en la que él suele pasar horas bebiendo diversos alcoholes.
Ahora la noche es negra y el calor no cesa, las brasas arden sobre los adoquines, y como luciérnagas brillan sobre la parrilla pedazos de cadáveres, entre los que se destaca un tentador pollito dorado.
Racimos de cañitas voladoras atraviesan las grietas del cielo, rasantes, como los vagos recuerdos de la infancia que al Demandante le vienen a la memoria, cuando cada veinticuatro de diciembre era esperado con la ansiedad lógica de cualquier niño, en su caso niño bien, made in San Isidro.
-Yo me ponía impaciente porque de una vez por todas llegaran las doce de la noche para destrozar el papel colorinche y ver cual era el regalo. –dice El Demandante en tono nostálgico, mientras pita una seca de cigarro.
Aún queda algo de aquél niño, rehén de la perversa ceremonia familiar, abusado, como todos los niños.
Porque para llegar a ser El Demandante se ensució una y mil veces, chocó, cayó, se levantó, y perdió tiempo, pero sobre todo aprendió un oficio, un oficio que nadie en el mundo podría realizar con tanta prestancia, calidad, astucia, y originalidad.
Las caras extrañas cada vez son más, una decena de andariegos de la escena de la fauna callejera afilan los colmillos y forman una ronda alrededor de la parrilla, entre ellos se logra olfatear a más de un ratón de alcantarilla interesado en pellizcar un pedacito de carne y tomar vino a costa de Jorge y Enrique, anfitriones de la velada, bellos durmientes de las veredas, a quienes los vecinos del barrio durante toda la jornada como todos los años para esta fecha les obsequian dádivas de todo tipo.
El Demandante está sentado en el umbral de una esquina junto a un joven llamado Alí, desde ahí observa pensante la evolución del asado, Jorge maneja el fuego, a Enrique parece no interesarle la comida, el resto de los presentes contempla el rito con bastante entusiasmo, sus caras son muy extrañas.
-¡Que horror!, este asado es de cuarta.-dice El Demandante.
-¿Y si nos vamos?-propone Alí.
-¿Te animás a venir conmigo?-pregunta El Demandante.
-Si, vamos, así veo tus habilidades.-incita Alí,
como poniendo a prueba todas aquellas historias que el veterano se jacta de realizar.
El Demandante se levanta apoyando sus noventa y tantos kilos en el mango de su bastón y reacomoda sus anteojos. Luce elegante con camisa blanca, pantalón gris, zapatos negros, y reloj plateado en la muñeca derecha.
Alí viste pantalón de jean gastado, musculosa blanca y zapatillas oscuras.
Avanzan barranca abajo por una calle empedrada y desaparecen dejando atrás la postal de la esquina ahumada.
Alí camina a la izquierda del Demandante, le dice algo, éste parece no escucharlo, por momentos su invalidez del lado izquierdo, tanto de la parte auditiva, como de la visual complica la comunicación.
-Por favor, ponete de este lado querido, que sino no te escucho. No te olvides que soy medio sordo. -Dice El Demandante. Mientras el único ojo con el que ve parece escaparse por debajo del marco derecho de sus anteojos.
-Te decía que conozco un lugar donde se come bien. - dice Alí, elevando el volumen de la voz, al tiempo que se pone del lado derecho del hombre del bastón.
-Ah, si, si, ahora te escucho, de este lado te escucho perfecto. Si, el mejor lugar que se te ocurra, por favor, el mejor. Vamos a tomar una bandera. –suelta El Demandante, sin detener su paso denso pero constante. Por lo general su casi metro noventa tiende a jorobarse.
El Demandante y Alí llegan a la esquina y trepan a un taxi. La noche buena y maldita teje los hilos del veinticuatro de diciembre dando puntadas para nada programadas, y allí van Alí y El Demandante, El Demandante y Alí.
Las calles retumban por los embates pirotécnicos, a las diez de la noche El Demandante y su invitado descienden del taxímetro y hacen su ingreso a Plaza España, el restaurante atesta de gente, se quedan apostados junto a la barra, a la espera de que se desocupe alguna mesa.
Alí le susurra de costado al Demandante para que no se doble tanto, si bien no está muy borracho lleva una digna entonada.
Luego de quince minutos de espera ocupan una mesa en la mitad del salón.
El Demandante parece volar, la adrenalina comienza a erizarle los vellos de los antebrazos, con los codos estacionados sobre la mesa mira fijo a Alí, y soltando un gesto sublime de majestuosa fineza le entrega la cartilla con el menú de la casa.
-Querido, pedí lo que quieras, invito yo.
-Listo, encantado.-responde Alí, y abriendo la cartilla de par en par merodea con sus ojos de pestañas caídas la gran variedad de pescados que ofrece Plaza España.
¿Te gusta el pescado?-pregunta, sin cambiar el foco de su mirada.
-Si, pero primero pedí un buen vino, después lo que quieras.-define El Demandante.
-Ya lo tengo.-dice Alí.
Atropelladamente El demandante unta un cuchillo en la manteca y lo pasa por el pan, Alí levanta la diestra, una mesera morocha de minifalda cortita los atiende.
-Buenas noches, bienvenidos a Plaza España ¿qué desean?-dice, con acento del norte argentino.
-Buenas noches, un Kalisay tinto y una trucha a la crema de limón para cada uno.-dice El Demandante.
-Si, señor, ¿algo más? ¿agua, soda, alguna gaseosa?-pregunta la chica.
-No, no, está bien, por ahora eso.- responde Alí.
-Lo mejor, pedí lo mejor.- insiste El Demandante.
La señorita regresa a la mesa, descorcha el vino y lo vierte en las copas de los clientes.
El Demandante y Alí alzan sus copas y catan la calidad del vino ante la mirada de la mesera, se miran entre ellos y esbozan gestos de aprobación.
-Exquisito, exquisito.-dice El demandante.
-Salud.-remata Alí.
El choque de las copas es un tanto brusco, la mesera sonríe y se retira.
-Salud Alí, che, ¡Que rico vino pediste!, una delicia, está bien, acá tenés que pedir, lo que quieras, lo que más te guste.
Ah, ah, que placer, ahora si me siento bárbaro, que placer. Necesitaba esto, tenía una sed…
Aparte siento la adrenalina, la famosa adrenalina de la que hablamos siempre, la misma adrenalina que sentías vos cuando salías de caño...
Alí no entra en esa conversación, y ahuyentando la mirada gambetea el tema, luego de unos segundos de divague aterriza y retoma el dialogo.
-Si, yo creo que todos necesitamos esa adrenalina, algunos la encuentran en situaciones riesgos, otros ni siquiera la buscan, la reprimen.
-¡Exacto!, mirá, voy a contarte algo, porque vos sabés que siento un profundo aprecio por vos.
A los diecisiete años vivía en zona norte, a veces venía al centro con un amigo. Cuando se nos acababa el dinero pedíamos monedas a la salida de un cine, juntábamos algo de guita y nos íbamos a otro cine, así toda la noche. Nunca entrábamos a ver las películas, una vez estaba meando en un baño y se me acercó un hombre mayor, de lentes, sacó un billete del bolsillo del pantalón, me lo mostró y estiró la lengua señalándome la pija, se hacía llamar Tototito; sabía hacerte calentar.
No te voy a decir que tengo la pija de un caballo, pero tengo una cosa bastante respetable, escuchame, 27 cm. es un buen tamaño...
A Tototito le gustaba colgarse serpentinas y guirnaldas por todo el cuerpo, y mientras me lo estaba sarpando a valores gritaba como una loca:
“Así, así, tocame los pechos, ¡que horror!
Tocame los pechos y llamame Tototita “
Yn no soy puto eh, no vas a pensar que soy puto, pero Tototito la chupaba mejor que una mina; y yo en pedo unas cuantas veces me lo pasé a valores.
Yo cuando era joven tenía una pinta respetable, ahora tengo casi sesenta años, suprimí el sexo hace diez años por el asunto del sida, no me gusta coger con forro, siempre lo digo, prefiero morir de cualquier cosa, de un infarto, de cirrosis, no se, de cualquier cosa, menos de sida.
Por eso suprimí el sexo, ahora, eso sí eh, ¡me hago unas pajas de colores!–dice El Demandante.
Alí larga una carcajada suave y mueve el cuello circularmente, estira su espalda en el respaldo de la silla y dice:
-Igual yo creo que hay muertes mucho peores, por ejemplo, la soledad, que los vecinos del hotel donde vivís llamen a la policía diciendo que hay olor a podrido y al abrir la puerta de tu habitación encuentren tu cuerpo rodeado de moscas.
Eso le pasó el otro día al viejo Farnovali, un vecino que tendría un par de años más que vos, no muchos más, ¡había un olor a podrido en el hotel!
Al principio todos creían que venía del baño, pero con el correr de los días era evidente que salía de la habitación del viejo, cuando abrieron la puerta me tuve que ir a la calle, no se podía estar, imaginate, hacía dos semanas que había muerto y nadie se había enterado.
-¡Que horror!, la soledad; mejor hablemos de otra cosa. –dice El Demandante.
La mesera apoya una bandeja plateada sobre el mantel, las papas al natural guarnecen a la trucha sumergida en una humeante y espesa crema amarillenta.
Alí reparte una porción para cada uno, en la mesa de al lado un hombre se sienta y ordena un vino blanco.
Alí y El Demandante hincan sus colmillos en el sabroso menú, la noche de nochebuena envejece, los tenedores viajan de bocado en bocado, las hélices de los ventiladores giran veloces sobre las cabezas de los comensales.
Sales y pimientas, servilletas y aceites, papanoeles colgados sobre los cristales, diálisis sin hora, vinos ancianos, sueños rotos de gente sola.
Alí está listo para paladear con su propia retina las escenas de la brillante película que vino a buscar, de la cual El Demandante es protagonista principal.
Al acabar con la exquisita trucha a la crema de limón el veterano pisa los escalones resbaladizos de una nueva borrachera, su lengua patina.
-Ahora vuelvo, voy al baño.-dice, mientras se para con bastante dificultad, pero sin perder del todo el equilibrio, Alí lo persigue atentamente con su marrones ojos inquietos.
El Demandante ingresa al baño de caballeros, se para frente al mingitorio, sus largas piernas luchan por mantener el equilibrio, y emboca al menos algo así como la mitad del meo dentro de las cálidas aguas de ese universo en crisis, en el cual flota solitaria y triste una colilla rubia de cigarro fumado.
Alí contempla el bastón del viejo que cuelga del respaldo de la silla vacía y sirve lo que resta del vino tinto en las correspondientes copas.
Al levantar la vista se encuentra con la imagen del lungo Demandante atravesando el salón sin demasiado inconveniente, sólo un detalle da, de alguna forma, señal de su absoluta ebriedad: el cierre bajo de su pantalón
Alí lo advierte.
-Tenés el cierre bajo.-dice.
-Si, si, querido, ¡no me di cuenta!, ¡que horror!.-exclama El demandante.
Mientras sube el cierre acomoda el cuello de su camisa y tira una de sus convencedoras voces, grave, seria, elegante, caída de un tiempo no muy lejano, cuando trabajaba como vendedor en una inmobiliaria.
-Te voy a decir algo, para ser exitoso en este rubro hay algo que nunca hay que perder: la elegancia. – a la altura de los muslos de sus piernas las gotas de orín salpicado decoran su lienzo gris- Ves, siempre hay que estar limpio, afeitado, mirá.-define, mientras se pasa una mano por la cara-
¿Con estas mantas que tengo quien va a sospechar de mi? Soy un aristócrata. –dice, mientras señala su ropa.
-Imaginate a alguno de aquellos pordioseros que estaban en la esquina intentando hacerlo. ¡No, no!, olvidate, con esa pinta no pueden, escuchame, ¿de que estamos hablando?,
son pordioseros.
¿Te gusta el lechón? –pregunta El Demandante.
-Si, con ensalada rusa. –responde Alí.
El Demandante le hace señas a la mesera que pasa apuradísima con una bandeja desbordante de pastas, y la requiere con voz potente:
-Señorita, tráigame dos porciones de lechón con ensalada rusa por favor.
La chica se da vuelta, pero no detiene su marcha.
-Hay mucha gente-dice Alí.
-Si, ya se que hay mucha gente, pero nos tienen que atender como corresponde.
¡Señorita, por favor, nos puede atender! –grita El Demandante.
Su vozarrón retumba de tal manera que la melodía navideña que sale de alguna tarjeta musical para envolver los últimos instantes de la nochebuena queda ahogada, todos los comensales del salón se dan vuelta para ver de donde viene esa frecuencia potente; la mesera se arrima. Alí contempla la situación tratando de contener una posible carcajada y camufla la sonrisa entre los dedos largos de sus manos.
-Disculpe la demora señor, es que hay mucha gente hoy. –dice la mesera.
-Está bien señorita, lo que pasa es que no me atiende nadie, imagínese, estoy pasando la nochebuena con mi hijo que vino de europa, por favor...
La chica lo mira con gesto sumiso.
Bueno, tráigame dos porciones de lechón con ensalada rusa y otra botella de Kalisay tinto por favor. -pide El Demandante, exigente.
-Si señor, como no, ¿algo más? –pregunta la chica.
-No, por ahora eso. –. responde El Demandante, mientras acomoda sus anteojos y continua explayándose:
-Acá tenés que exigir, yo tengo todo el derecho a exigir, no importa que sea navidad, año nuevo, pascuas… Yo te invité a comer y a tomar, vos sabés que te tengo muchísimo aprecio. -insiste El Demandante, casi gritando.
Los ojos de Alí delatan el regocijo de sus tripas que estallan en múltiples risotadas, se sabe lujoso espectador de la excelentísima actuación que brinda El Demandante, que salvo algún pequeño desliz de borrachín maneja cada movimiento a la perfección, casi por inercia; y es entonces cuando eyacula en todo su esplendor su verdadero profesionalismo en el arte de engrupir.
-¿Viste?, ¿viste como me atendieron?, el cliente siempre tiene la razón. –dice El Demandante, soberbio.
-Mirá, ahí viene el lechón-dice Alí, clavando la mirada en la mesera, que vuela con las bandejas cargadas.
La chica descorcha el vino, sirve una porción de lechón con rusa para cada uno y se larga, no sin antes disculparse por la demora.
-Disculpe por la tardanza señor, lo que pasa que hoy es un día complicado. –dice la mesera.
-Está bien, no hay problema, felicidades. ¿Sabe usted señorita cuanto hace que no paso una fiesta en familia, con mi hijo? ¡felicidades!–dice El Demandante mientras alza la copa y relojea las piernas que asoman por el tajo de la minifalda que luce la morocha.
Ella sonríe y desaparece.
Alí y El Demandante atracan al lechón con rusa, el mundo fetichista-religioso se alista para la celebración de una nueva navidad, el submundo mágico-marginal para una cátedra de estafa genial.
Acabar con el supuesto plato principal a esta altura es demasiado, ya es comer por comer. Ni a uno ni a otro le interesa si sobre la mesa yace la triste cabeza del difunto porcino embadurnado en mayonesa.
Las agujas marcan el pulso y en el cielo estalla un motín que aturde y anuncia el acabose de la nochebuena.
La mesera se arrima a la mesa del Demandante y Alí y les sirve una copa de champagne a cada uno.
De un solo saque El Demandante y Alí liquidan el champagne, los clientes de Plaza España elevan sus copas, brindan con dios y María, se besan y abrazan mientras un murmullo sostenido se adueña de éste aire lleno de contrapuntos.
Los ojos de una nena brillan al ver por la ventana estremecido al cielo, no se sabe si alegres o atemorizados. Por momentos el sonido de la artillería pirotécnica es ensordecedor, hora cero, ficción y navidad.
-Señorita, una botella de champagne Carlos Salaberry por favor. –demanda El Demandante.
-Si, ¿y algo más señor?-dice
la chica.
-Si, una copa helada de limón. –responde el viejo mientras enciende un cigarro.
-Y usted señor, ¿algún postre? –dice la chica, dirigiéndose a Alí.
-No, no. Gracias. – responde gentilmente Alí.
La mesera va en busca de un nuevo pedido,
ahora la pirotecnia es intermitente, la gente calma sus ánimos y reubica sus culos en los asientos.
-Bueno, querido, cuando quieras te levantás y te vas. –dice El Demandante con voz firme.
-Si, tomamos el champagne y me voy. –responde Alí, mientras juega con la copa vacía pasándola de mano en mano.
-¡Ah sí!, pidamos un champagne más, ¿querés un champagne?, no hay tema.
¡Señorita!-grita El Demandante.
-Ya pedimos uno eh, mirá ahí lo traen. –dice Alí, señalando con su mirada a la mesera que hace equilibrio maniobrando la bandeja en la que traslada una botella de champagne y una exagerada montaña de helado de donde brotan dos obleas de cada costado y una cereza que ilumina el camino desde la cúspide con el fulgor de su piel roja.
La mesera y su minifalda, Alí y su imán, el Demandante y su re demanda, esa demanda que lo trajo a Plaza España para ser el toro más atrevido del tablao en la noche en la que muchas familias en el mundo entero se reúnen para conmemorar, y aunque no sepan qué se aglomeran en rededor de mesas para comer, beber y fingir.
Y se desean felicidad, y se lamen el orto, y se masturban con paces.
Y la mesera descorcha el transpirado champagne, y lo sirve.
Y Alí y El Demandante elevan sus copas y brindan, y beben, y fingen, y fingen muchísimo, y saben fingir, y son expertos en fingir.
Y los clientes de ésta amable fonda no paran de desearse felices fiestas. Y un perro tuerto apoya sus patas en el marco del ventanal, y poniendo cara de niño se queda erguido aguardando por un hueso.
Y algunos se arrancan los ojos encendiendo mechas de bombas de cinco pesos.
Y nadie se mueve, y todo se mezcla, y hace mucho calor, y la noche está hermosa, y es navidad, y el helado se derrite, y lo mejor viene.
El Demandante hace muecas, Alí le pega el último beso al rubio champú, se pone de pie y avanza hacia la puerta principal del restaurante con las manos en los bolsillos. Sale a la calle, atraviesa la avenida y se camufla en el umbral de una casa, desde donde la perspectiva le permite ver el escenario de Plaza España, en el que el viejo toro tuerto juega su parodia afanada de una película jamás proyectada.
Y el tuerto sonríe. Mientras el fino champagne agoniza el principio de la obra nace.
El bastón cae al suelo, como si supiera que es la hora en que su amo debe salir a escena, y a veces es tan perfecta la vida que “ya” es la hora...
El Demandante encorva su cuerpo tosco y levanta el bastón del suelo. Con el movimiento un manojo de pelitos salidos de su casco se balancean por delante de su cara siempre oculta, sin levantarse de la silla se aferra a su compañero delgado marrón de madera, ese que lo aguanta en todas y cada una de sus faenas simuladas.
Alzando apenas el mentón espía con el único ojo que ve, con ese que quedó en banda cuando perdió a su par treinta años atrás a causa de un cross de derecha.
Con la punta de su zapato izquierdo arrastra delicadamente las patas de una silla que estorba su camino. Espía una vez más a su alrededor, cuelga el bastón en el borde de la mesa, sin hacer ruido acomoda su casi metro noventa en el suelo y se toma el corazón con las manos, la sombra de los lentes camuflan su sonrisa; perversa perversa.
La nena que anteriormente contemplaba los estallidos en el cielo ahora tira de la camisa a su madre para que vea que hay un hombre desmayado en el suelo, la madre sigue conversando sin prestarle atención, las meseras van y vienen, El Demandante apenas mueve las manos, siempre rondando la zona del corazón. El carnét de discapacitado asoma por el bolsillo de su camisa.
La nena tironea de tal forma el vestido de su madre que logra que la mirada de la señora se pose en la postal más under de Plaza España.
La señora levanta sus nalgas de la silla de forma abrupta y se acerca al Demandante, que continua desplegando el prólogo de su astuto culebrón.
-¡Por favor, hay un hombre desmayado!. ¡Por favor, alguien que llame a la ambulancia! –grita exaltada la madre de la nena.
Poco a poco toda la clientela del restaurante comienza a revistar el episodio, una mano levanta
el tubo de un teléfono y marca el 107: emergencia.
¡Rápido, por favor, una ambulancia! –grita la madre de la nena.
Rostros para la ocasión observan la humanidad del Demandante k.o en el piso, incluida la cara de gil de un papá noel que cuelga de una piola, fugado de algún berreta comercio de cotillón.
En el centro de la escena el cuerpo del caballero del ojo blanco posa estirado en su totalidad encarnando un nuevo simulacro de paro cardíaco, la clientela del Plaza España lo contempla cercándolo en una ronda parecida a la de aquellos pordioseros que endiosaban las brasas de un futuro asado.
Los efectos de las lucecitas titilan sobre el mantel, la crema del helado derretido gotea, a su lado la botella de champagne y las copas reposan sobre la mesa; solas, vacías, abandonadas.
Un hombre pide aire a los gritos, toda la gente corre, la paz navideña recién parida mira con ojos de madre idiota al viejo tuerto que yace en la lona (o en la luna) de esta noche cristiana, el bastón pende cómplice.
El sonar de la sirena de la ambulancia se confunde entre cuetazos, Alí observa el alboroto desde enfrente, la ambulancia estaciona en la puerta del restaurante, se baja una doctora y dos jóvenes enfermeros con una camilla, todos con delantales blancos, entran al corazón de Plaza España.
¡Abran paso, por favor! ¡Abran paso! –grita la doctora,
La doctora se agacha y tantea lo que pasa con la “pobre’ víctima, que ahora se toca el corazón como nunca en su vida.
Los enfermeros aguardan la orden de la doctora sosteniendo la camilla entre medio de la aglomeración chismosa.
-Traigan la silla.-ordena la doctora.
Los jóvenes salen a los empujones del restaurante, el encargado del local habla con la doctora, la mesera que lo atendió durante toda la noche mira al Demandante con la bandeja cargada y gesto de asombro.
Ganándose paso entre la gente los enfermeros conducen una silla de ruedas, llegan hasta el centro de la atracción. Los enfermeros cargan al Demandante en la silla y enfilan hacia la calle, una mesera advierte que el bastón está colgado en la mesa que ocupó la victima, la doctora toma el bastón y busca la salida, el encargado del local tropieza para hablar con la doctora que está a punto de poner un pie en la calle.
-Disculpe doctora, ¿y la cuenta?-pregunta el encargado de Plaza España.
-Pero señor, ¡Cómo puede usted ser tan inoportuno de preguntar por una cuenta miserable cuando esta persona se puede estar muriendo! –responde la doctora, mientras apura su paso para subir a la ambulancia en la que al Demandante lo suben por una especie de rampa. Las ruedas de la silla giran con lentitud mientras los enfermeros empujan esforzándose para depositar al paciente en la parte trasera de la camioneta.
Alí no quiere perder pisada del acontecimiento, pero sabe que no es conveniente acercarse; y que los hechos a la distancia se ven mejor.
Los enfermeros levantan al Demandante de la silla de ruedas y lo acuestan en una camilla.
El encargado de Plaza España observa la retirada desde la puerta de su local con la cuenta en la mano, se arrima a la camioneta y le pregunta al joven conductor:
-¿A qué hospital lo llevan?
-Al Pena. –responde el joven, y pisa a fondo el acelerador de la ambulancia que despega dejando su sombra, llevándose el cuerpo tendido del veterano experto.
La sirena lastima los tímpanos de la ciudad, el resto de los automóviles se abre para permitir el paso del pájaro blanco que atraviesa la inverosímil ruta de una noche en paz.
Alí desaparece de la escena del hecho y perdiéndose calles adentro emprende el regreso.
La masa de gente que siguió los acontecimientos del hombre desmayado se reincorpora en sus asientos, después de todo para ellos nada pasó, nada más que un pobre viejo bien vestido desvanecido a causa del calor, o de la bebida.
Sobre la mesa que ocuparon Alí y El Demandante descansa una cuenta que da un total de insignificantes $565..
La ambulancia estaciona en el playón del hospital, los caballeros de blanco trasladan la camilla con el cuerpo de la víctima hasta la guardia, la doctora lleva el bastón, entra a la sala, El Demandante está acostado en una camilla.
Está bien, vayan. –dice la doctora dirigiéndose a los enfermeros.
Los jóvenes se retiran, la doctora se pasea por la sala, El Demandante y su hermosa mama
observan todo desde la camilla, La doctora está de espaldas a él insertando una manguera en la bolsa del suero. El viejo tuerto, sordo y rengo se sienta ágilmente en la camilla, saca el carnét de discapacitado del bolsillo de su camisa y dice:
-Ya estoy bien doctora, ya estoy bien.
Ella se da vuelta, él la mira con un gesto similar a la de aquél perro tuerto que esperaba por un hueso. Por la puerta entreabierta de la sala de la guardia cuela un halo lunar que hace impacto en el rouge de la doctora.
Él se para, guarda el carnét en el bolsillo de su camisa, toma el bastón y avanza hacia afuera.
-Bueno, andate. –dice la doctora.
-Es la última caída que hago por acá, acuérdese de esto doctora: por deuda no hay prisión, por deuda no hay prisión.
Salud, doctora. –dice, y suelta un hipo maléficamente perfecto. Sale al playón de la guardia, apoya todo el peso de su chantaje en el bastón, toma aire, se saca los lentes, su ojo derecho se pierde en el infinito diciembre negro, su ojo izquierdo ciego y blanco contrasta con el resto la historia.
La doctora sale al playón, El Demandante se pone los lentes y gira su cabeza hacia ella.
-Navidad, navidad, la concha de su madre. –dice la doctora, y se mete en la sala de la guardia.
Él se acomoda el cuello de la camisa, mira la hora en su muñeca plateada, sale del playón del hospital, acelera el ritmo de sus pasos con el bastón por el aire, llega a la calle y esquivando fuegos de artificios que llueven sobre la ciudad se monta a un taxi.
Lo que queda son cenizas esparcidas sobre los adoquines, tres o cuatro chorizos calcinados adornando la parrilla, Jorge y Enrique durmiendo despatarrados sobre la piel de la vereda bajo la luz de un farol, muchas botellas rotas, orines en charco, y moscas revoloteando
alrededor. Así es la escena obscena de la esquina misma.
Alí la observa sentado en el umbral, la misma esquina que fue el punto de partida y epicentro de la ceremonia de los pordioseros, según El Demandante.
Estaciona un taxi, se abre una de las puertas traseras, asoma un bastón, luego una pierna, luego la otra. Sale el viejo tuerto y su aura despeina la cabellera blanca del papá noel que aún cuelga del balcón del departamento.
El Demandante avanza hacia Alí, éste se pone de pie, caminan barranca abajo por una calle empedrada, sus pasos retumban en el silencio del espacio; las sombras laten dilucidando preguntas y encanutando respuestas; si, si, si...
hay mucho de siniestro por aquí.




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